En Enero mis padres me regalaron una cámara de fotos digital, la primera cámara mía que he tenido en mi vida. Tengo bastantes fotos de mi infancia, sobre todo de los primeros cinco años, pero a medida que fui creciendo, su número fue reduciéndose. Creo que mis padres no se podían permitir por aquel entonces el gasto de los revelados y la compra de carretes. La necesidad creó el hábito: no tengo noción de que, a no ser en determinadas celebraciones, en mi familia se diera demasiada importancia a las fotos. De hecho, los jesuítas no dejaron hacer más que dos fotos de mi comunión, y salvo otro par más que se hicieron de estudio, son todas las que conservo, y no hubo ningún problema por ello en casa.
De mi época del instituto y de la universidad tendré alrededor de cinco o seis fotos en total, contando las de carné para la matrícula de algún curso. Nunca he sentido la necesidad de comprar por mí mismo una cámara; estoy tan poco acostumbrado a hacer fotografías, que de no ser por A., la cámara nueva estaría todavía poco usada. De hecho, soy bastante malo haciéndolas, y no me suelo encontrar cómodo posando.
Pero la cámara fue lo primero que metí en el equipaje para estas vacaciones. En total, por ahora, habremos hecho alrededor de quinientas fotos. Las que más ilusión me han hecho han sido las de determinados lugares donde A. pasó su infancia, muy cerca de la frontera con Cantabria. Desde la ventana de su habitación, esas montañas eran lo primero que A. veía al levantarse. Cuando no estaban cubiertas de niebla, podía distinguir en uno de los picos una especie de cabaña de pastores. Mientras paseábamos, me contaba que a menudo había imaginado que esa era la vivienda de la bruja de los cuentos que le leían por las noches, y le daba mucho miedo. Muy cerca ya de su antigua casa, nos paramos en un pequeño parque, y pudimos ver que al lado de esa cabaña, ahora hay un par de antenas de comunicación.
Los paisajes cambian, igual que cambian las personas. A., sin embargo, pudo ver el pueblo y sus alrededores con los ojos de ahora pero también con los ojos de la infancia. Para mí fue muy especial que compartiese ese paisaje conmigo, guiándome, yendo delante de mí en algunas ocasiones,

Recetas de amarres vela

Hace unos años por estas fechas, estaba en Ribadavia completamente asfixiado de calor, buscando un bar abierto. Todavía faltaban unas horas para asistir a la obra de teatro para la que iba acompañando a mi hermana. A ella le habían regalado las entradas. Se retrasó más de media hora, y para colmo, nos aburrimos como ostras.
Apenas me acuerdo del argumento, pero sí del ahogo, la sed constante, y la figura de un mendigo que estaba en la misma terraza donde I. y yo nos sentamos. Tomaba una copa de cognac barato, y miraba adelante, concentrado como si estuviera descifrando un jeroglífico en el edificio de enfrente.
Era enjuto, calvo, muy delgado. Tenía una nuez de Adán enorme. Llevaba unas sandalias de esparto, una camisa amarilla llena de lamparones, y unos pantalones grises raídos cinco tallas mayores. De su bolsillo de atrás le salía un plátano. Ese fue el detalle que más me llamó la atención, claro, igual que cuando estuve en O* había un hombre joven que pedía limosna en un banco junto a la entrada de un parque cercano a la biblioteca, rodeado de unos diez perros y gatos que armaban una algarabía constante alrededor de él. Estaba siempre dándoles algo de comer. Brujeria amarres gratis.
Amarres eternos gratis (4)
Ayer, en Coruña, cuando salíamos de una librería cercana a la plaza de María Pita, me fijé en un vagabundo sentado junto a un portal. Tenía una barba cana muy poblada y larga. A primera vista me recordó a campesino ruso. Hablaba solo, pero no lo hacía como la mayoría de los vagabundos en murmullos inconexos y enfados constantes. Era como una especie de conversación sobria, no sabría expresarlo de otra forma. Creo que lo que tanto a A. como a mí nos pareció diferente en él fue su mirada. No era temerosa. Lo único que me hizo pensar fue en qué clase de historia tendría ese hombre dentro de sí, enlace.